Cuando un mal nos alcanza, puede ponérsele remedio o bien eliminando su causa o bien modificando el efecto que produce sobre nuestro sentimiento; es decir, reinterpretando el mal como un bien, cuyo provecho quizá sólo más tarde será visible. La religión y el arte (también la filosofía metafísica) se esfuerzan por modificar el sentimiento ora modificando nuestro juicio sobre las vivencias (por ejemplo, con ayuda de la tesis: "Dios castiga a quien ama" 1), bien suscitando un placer en el dolor, en la emoción en general (de donde toma su punto de partida el arte de lo trágico). Cuando más propende uno a reinterpretar y a justificar, tanto menos tendrá en cuenta y eliminará las causas del mal; el alivio y la narcotización momentáneos, tal como son corrientes, por ejemplo, cuando se siente un dolor de muelas, le bastan también cuando se trata de sufrimientos más serios. Cuando más declina el dominio de las religiones y de todo arte de la narcosis, tanto más estrictamente se aplican los hombres a la eliminación real de los males, lo cual por supuesto les sale fatal a los poetas trágicos --pues cada vez se encuentran menos temas para la tragedia, dado que cada vez va estrechándose más el reino del inexorable, inexpugnable destino--, pero peor aún a los sacerdotes, pues éstos han vivido hasta ahora de la narcotización de males humanos.1 Cf. San Pablo, Epístola a los hebreos, 12, 6: "...porque el Señor corrige a quien ama, y castiga a aquel que recibe por hijo."
Aforimso 108, Humano Demasiado Humano, Friedrich Nietzsche.
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