24 noviembre 2020

Trópico de Cáncer

el caos es la partitura en la que se escribe la realidad

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un hombre que nunca ha padecido una neurosis, no sabe lo que es sufrir.

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Germaine era una puta de pies a cabeza, hasta el fondo de su buen corazón, su corazón de puta, que no es en realidad un buen corazón, sino un corazón indolente, indiferente, blando, que puede sentirse conmovido por un momento, un corazón sin referencia a un punto fijo interior, un gran corazón blando de puta que puede separarse por un instante de su centro auténtico. Por vil y limitado que fuera aquel mundo que se había creado para sí misma, aun así funcionaba en él espléndidamente. Y eso, en sí, es algo reconfortante. Cuando, después de que llegáramos a conocernos bien, sus compañeras me pinchaban, diciendo que estaba enamorado de Germaine (situación casi inconcebible para ellas), yo solía decir: «Pues, ¡claro! ¡Claro que estoy enamorado de ella! Y, lo que es más: ¡Voy a serle fiel!» Era mentira, naturalmente, pues me resultaba más difícil imaginarme amando a Germaine que amando a una araña; y si fui fiel, no fue a Germaine, sino a aquella mata que llevaba entre las piernas. Siempre que miraba a otra mujer, pensaba inmediatamente en Germaine, en aquella mata ardiente que había dejado grabada en mi mente y que parecía imperecedera. Me daba placer sentarme en la terraza del pequeño tabac y observarla ejercer su oficio, observar cómo recurría con otros a las mismas muecas, a los mismos trucos, que había usado conmigo. «¡Está trabajando!»... eso era lo que pensaba yo al respecto, y observaba sus transacciones con aprobación. Más adelante, cuando me hube aficionado a Claude, y la veía noche tras noche en su sitio de costumbre, con su redondo culito cómodamente hundido en el asiento de felpa, sentía una especie de rebelión inexpresable contra ella; me parecía que una puta no tenía derecho a estar allí sentada como una dama, esperando tímidamente a que alguien se acercara, mientras bebía a sorbitos su chocolat, pero no alcohol. Germaine era una buscona. No esperaba a que te acercases a ella: era ella la que te abordaba y te capturaba. Recuerdo tan bien las carreras en sus medias, y sus zapatos rotos y desgastados; también recuerdo cómo se plantaba en la barra y con actitud desafiante, ciega y valiente, se echaba una bebida fuerte entre pecho y espalda y volvía a salir. ¡Una buscona! Quizá no fuera agradable precisamente oler su aliento alcohólico, aquel aliento compuesto de café flojo, coñac, apéritifs, Pernods y demás cosas que se trincaba en los intervalos, en parte para calentarse y en parte para hacer acopio de fuerza y valor, pero su fuego la penetraba, y le abrasaba ese lugar entre las piernas donde las mujeres deben abrasar, y así se establecía ese circuito que le hace a uno volver a sentir la tierra bajo los pies. Cuando estaba tumbada con las piernas abiertas y gimiendo, aun cuando gimiese de aquel modo por todos y por cualquiera, estaba bien, era una demostración apropiada de sentimiento. No miraba fijamente al techo con ojos inexpresivos ni contaba las chinches en el empapelado de la pared; ponía los cinco sentidos en lo que estaba haciendo, decía lo que un hombre quiere oír cuando está montando a una mujer. En tanto que Claude... bueno, con Claude siempre había cierta delicadeza, hasta cuando se metía bajo las sábanas contigo. Y su delicadeza ofendía. ¿Quién va a querer una puta delicada? Claude te pedía incluso que volvieses la cara, cuando se ponía en cuclillas sobre el bidet. ¡Todo mal! Cuando un hombre está ardiendo de pasión, quiere ver las cosas; quiere verlo todo, verlas orinar incluso. Y, aunque es magnífico saber que una mujer tiene inteligencia, la literatura procedente del frío cadáver de una puta es lo último que se debe servir en la cama. Germaine estaba en lo cierto: era ignorante y sensual, se entregaba al trabajo con todo su corazón y con toda su alma. Era una puta de los pies a la cabeza... ¡Y ésa era su virtud!

Trópico de Cáncer, de Henry Miller 

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Cuanto menos caso les haces, más te siguen. Hay algo de perverso en las mujeres... en el fondo todas son masoquistas. 

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Para el caballerizo, cuyo deber es barrer el estiércol, el terror supremo es la posibilidad de un mundo sin caballos. Decirle que es repugnante pasar la vida amontonando con pala cagarrutas calientes constituye una imbecilidad. A un hombre puede llegar a gustarle la mierda, si su sustento depende de ella, si está por medio su felicidad.

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Cuando alguien gasta para sí lo que tiene, cuando se da buena vida con su propio dinero, la gente suele decir: "No sabe qué hacer con su dinero." Por mi parte, no veo qué mejor uso se puede hacer del dinero.

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En un tiempo pensaba que ser humano era el objetivo más alto que podía tener un hombre, pero ahora veo que estaba destinado a destruirme. Hoy me siento orgulloso al decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios. No tengo nada que ver con la maquinaria crujiente de la humanidad: ¡pertenezco a la tierra! Digo esto con la cabeza reclinada en la almohada y siento los cuernos que me brotan en las sienes. Veo a mi alrededor a todos esos antepasados míos bailando en torno a la cama, consolándome, incitándome, flagelándome con sus lenguas viperinas, sonriéndome y mirándome de reojo con sus siniestras calaveras. ¡Soy inhumano! Lo digo con una sonrisa demente, alucinada, y seguiré diciéndolo aunque lluevan
cocodrilos.

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Eran ceros a la izquierda en todos los sentidos de la palabra, nulidades que forman el núcleo de una ciudadanía respetable y lamentable.

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No puedes volverte europeo de la noche a la mañana.

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... cuando el viento se llevó la lona y pudo contemplar el cielo, se dio cuenta de que no estaba en un circo, sino en un ruedo, exactamente igual que en cualquier otro sitio.

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Los seres humanos constituyen una fauna y flora extrañas. De lejos parecen insignificantes; de cerca parecen feos y maliciosos. Más que nada necesitan estar rodeados de suficiente espacio: de espacio más que de tiempo.

Trópico de Cáncer
Henry Miller.